Aunque conocida con este título abreviado, el verdadero título de esta obra, mucho más largo, resume perfectamente la historia: Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre. Publicado por entregas en El Espectador de Bogotá en 1955 y más tarde en libro (en 1970), no una novela, sino un reportaje periodístico que da cuenta de un suceso real.
Con impecable técnica literaria y profesional estilo noticioso, García Márquez relata un suceso acaecido a un marinero de la armada colombiana llamado Luis Alejandro Velasco. La historia, reconstruida minuciosamente por el escritor sudamericano en primera persona a partir del testimonio del protagonista, fue tácticamente atribuida a éste en la prensa y sólo legitimada tras el formidable éxito de Cien años de soledad.
El 28 de febrero de 1955, ocho miembros de la tripulación del destructor Caldas cayeron al agua a causa del contrabando que sobrecargaba el buque frente a los bandazos del viento en mar gruesa. Aunque el gobierno del dictador colombiano Rojas Pinilla atribuyó el naufragio a una tormenta en el Caribe, lo cierto es que no hubo tal tormenta y que la negligencia fue la única responsable de la catástrofe. La denuncia supuso la clausura del periódico, la caída en desgracia del marino y el exilio de Gabriel García Márquez en París.
El destructor Caldas y su tripulación habían pasado ocho meses en el puerto de Mobile, Alabama, a raíz de las reparaciones que se efectuaban en el buque. Como presume el tópico, el marinero Velasco repartía su ocio entre su nueva novia, Mary Address, y diversos métodos para matar el tiempo con sus compañeros, como las broncas a puñetazos o las salidas al cine. Viendo la película El motín del Caine, los marineros colombianos experimentaron cierta inquietud ante las escenas de una tempestad. Como si de una premonición novelesca se tratara, Velasco albergaba recelos sobre el inminente regreso del destructor a su base en Cartagena.
Lo cierto es que, a unas doscientas millas del puerto, la sobrecarga situada en la cubierta del buque se desprendió a causa del viento y del oleaje y se llevó al agua a ocho marineros. La desgracia quiso que Velasco fuera el único que alcanzara a nado una de las balsas arrojadas por el destructor. Impotente, nada pudo hacer por sus compañeros, que se ahogaron a pocos metros de donde él estaba.
Mientras el buque de guerra proseguía su rumbo sin detenerse (llegó a su base con puntualidad), el náufrago esperó inútilmente que le rescataran con rapidez. En una balsa a la deriva, desprovista de víveres, en compañía de su reloj y tres remos, resistió durante diez días la sed, el hambre, los peligros del mar, el sol abrasador, la desesperación de la soledad, la locura, únicamente con su instinto de supervivencia. Aunque los aviones colombianos y norteamericanos de la Zona del Canal pasaron muy cerca de él, no llegaron a localizarle.
Tras comprender que nadie podría ayudarle, y aun cuando deseó la muerte para dejar de sufrir, sobrevivió contra todo pronóstico a las condiciones adversas. Aunque cazó una gaviota no pudo llegar a comérsela, y los tiburones le arrebataron un pez verde de medio metro que llegó a atrapar y del que sólo probó dos bocados. Tampoco consiguió despedazar sus botas ni su cinturón para aplacar el hambre, ni la lluvia hizo acto de presencia para permitirle beber. Se entretuvo en comprobar, en su reloj, cómo el tiempo transcurría inexorable, y por las noches, en una especie de delirio formado por el recuerdo y el pánico a la soledad, conversaba con el espíritu de su compañero, el marinero Jaime Manjarrés.
El naufragio de Velasco constituyó una estremecedora experiencia de la soledad, tema predilecto en la literatura de Gabriel García Márquez. No es que el náufrago ocupara las largas horas de su infortunio en la reflexión, dada la urgencia de su situación y el delirio al que lo sometió. Sin embargo, sí fueron horas dedicadas a la experiencia de sí mismo, a la vivencia de la realidad a partir de los instintos más primitivos y de los sentimientos más humanos.
Tras sobrevivir a una tempestad durante el séptimo día de deriva, Velasco afirma: "Después de la tormenta el mar amanece azul, como en los cuadros". Con el registro eficaz del periodismo, reconstruyendo la odisea del marinero, Gabriel García Márquez se esfuerza precisamente en hacer verosímil una realidad que de tan asombrosa y terrible pudiera parecer imaginaria. Los esfuerzos del escritor colombiano por devolver al mundo de la ficción lo que a priori es poco verosímil fundamentan su estilo.
Si increíble resulta la aventura del náufrago, también lo es su final. Cuando Velasco vio tierra, aún tuvo que alcanzar la playa a nado para no estrellarse contra unos acantilados; tuvo que luchar contra las olas que le devolvían al mar, tuvo que contar su historia a campesinos desconfiados que no conocían la noticia del naufragio, y durante dos días, soportó que le trasladaran en una hamaca como una atracción de feria por territorios agrestes, hasta que por fin le vio un médico y le permitió comer normalmente. Condecorado por el presidente de la República, hizo bastante dinero con la publicidad, se arruinó y acabó trabajando como oficinista en una empresa de autobuses.
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