El Perfume, historia de un asesino
Resulta, cuanto menos, complicado hablar de una obra tan extraña como complicada a la vez que sencilla. «El Perfume» se publica en 1985 y Süskind se convierte en un (irrefutable) clásico moderno. El autor de «La Paloma» entra en el terreno de lo intangible y convierte en palabras el mundo de los aromas. Recuerdo el leve perfume con el que estaba bañado el libro, la sensación de abatimiento y pesar que envolvía el alemán cada párrafo, teñido de pesar.
Nos llega ahora la adaptación cinematográfica del libro (cuanto menos, una empresa atrevida), la obra que ya Scorsese o Kubrick quisieron llevar al cine. Convencer a Süskind de la adaptación cinematográfica no fue sencillo (diez millones de euros, nada menos). Quizá hubiese sido mejor mantener en el terreno de lo estrictamente literario el mito que sin duda es esta novela.
La obra original se basa en la importancia de lo intagible. Los olores son la clara metáfora de aquello etéreo e inmanente, lo que configura el carácter humano. El olor de la persona es aquello que la distingue de las demás, es el halo con el cual el individuo se presenta, inmaterial, humano. Jean Baptiste Grenouille no tiene olor, se dará cuenta más tarde. Dotado de un olfato excepcional, el protagonista agotará su talento y su locura, su pretenciosas maneras, su fuerza y su creatividad. «El Perfume» es la historia del arte por el arte, es literatura y es, claramente, un homenaje velado a la palabra. Las frases de la novela se deslizan por como una salsa sobre un trozo de carne pútrido, fluctúan y se pierden en sensaciones, en humores y lamentos. La obra de Süskind tiene los elementos de fascinación de un Kafka humorístico, de un Sartre refinado y grosero. El libro fluctúa entre los polos opuestos de la moral (quizá el tema principal de la obra): El hombre amoral que, dotado de un talento excepcional, quiere crear arte, nuevo arte en un nuevo terreno. No importan los medios empleados, la consecución del objetivo requerirá de los más ímprobos esfuerzos y, finalmente, el objetivo está por encima de toda ley humana.
Partiendo de estas premisas, Tom Tykwer se propone contar la historia de lo inmanente, plasmar en imágenes un imposible. El filme trata de recoger la esencia de rosas destilada en la novela, la suave fragancia de aquello que nunca debió ser narrado. Con suerte o sin ella (desigual, a mi parecer), el director logra combinar la nada sutil mezcla de vulgaridad y sibaritismo presente en la novela. Los elementos del cine se distancias de los lingüísticos: la cámara gira y se torna efectista (ya lo era la obra de Süskind), el lenguaje se perfila en la imagen de la carroña, elevada. Los recuerdos de Grenouille se expresan en un cabello pelirrojo, nos gustaría volver a las palabras, eternas, etéreas.
Sí, la adaptación es correcta, todo lo relatado en el libro está ahí, es el amor y el odio. Al fin, Grenouille logrará amar, de una manera extraña, es «el arte por el arte», logramos, al final de la obra, admirar el perfume y nuestros sentidos han sido afectados por una sustancia nueva, una belleza horrible y arrebatadora, un mundo que se escapa de nuestra verdad moral para, en un momento de lucidez quebrada, devolvernos al inicio.
Los hombres, estúpidos, no pueden con el poder del arte, es la historia del arte contra el hombre, siempre triunfará el arte, por un momento, fugaz, liviano y poderoso.
Ben Whishaw recoge la herencia de unas palabras volubles, de un físico poco locuaz, espigado, vulgar, un clown ante una plaza enloquecida buscando la cabeza del asesino, incapaz de comprender.
Rachel Hurd-Wood representa, de nuevo (y me repito) el espejo. Nos miramos en Grenouille, nos miramos y nos mira, directamente a cámara, ¿serás capaz de condenarle?
Las palabras se escapan... Hay un aroma que nos devolverá al principio, hay un punto muerto, la grandeza de lo pequeño, especial y mundana. Sí, intentaremos ahogar al pequeño bebé, cubierto en llanto, frágil, tan poderoso como el perfume de la humanidad, mediocre.
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