Circe, princesa de la Cólquide e hija del Sol, era una maga cruel, hipócrita y celosa. Todas las mañanas iba a la montaña en busca de plantas venenosas y por la noche se ocupaba, en medio del mayor misterio, de destilar sus maléficos jugos.
Un rey de los sármatas tuvo la locura de pretenderla en matrimonio y más aún el heroico valor de desposarse con ella. Circe, que quería reinar sola, se libró muy pronto de él por medio de un brebaje venenoso; pero los sármatas no eran hombres que se avinieran a ser gobernados por una reina homicida de su propio esposo y le arrancaron el cetro, arrojándola después de su país.
Circe se dirigió a Italia, llevando consigo sus secretos, y fijó su residencia en una magnífica morada, sobre un promontorio del mar de Etruria. Desde allí, la hechicera atraía a los imprudentes marineros que anclaban su buque en aquellas costas, cautivándolos con sus encantos con el fin de robarles luego su energía y sus pertenencias para, finalmente, metamorfosearlos en viles manadas de bestias.
Arrojado Ulises por la tempestad sobre las costas de este promontorio, pasó por el dolor de ver a todos sus compañeros transformados en cerdos por las artes mágicas de esta princesa; solamente él pudo resistir a sus maleficios valiéndose de una planta llamada ajo dorado, que Hermes, el mensajero de los dioses, le había entregado.
Entró, lleno de coraje, en el palacio de Circe y la obligó, espada en mano, a que devolviera a sus compañeros a su ser original.
Tanta audacia y un carácter tan noble, robaron el corazón de la hechicera, que se enamoró de Ulises y le colmó de muestras de simpatía y afecto. Encantado a su vez Ulises, y seducido por tan continuos halagos, permaneció junto a Circe durante un año entero, olvidando patria, esposa e hijos.
En cierta ocasión el dios marino Glauco, mientras bordeaba la orilla del mar, vio a Escila, hija de Forcis, y se enamoró perdidamente de ella. Pretendió hacerla su esposa, pero al ver que ella se mostraba hostil a sus propuestas amorosas, se dirigió a Circe con el fin de pedirle alguna bebida mágica o filtro que pudiese ablandar el corazón de Escila.
Glauco, que era el más hermoso de los dioses del mar, despertó en Circe una violenta pasión. La hechicera entonces le aconsejó que olvidara a la hija de Forcis, ya que ésta le despreciaba, para entregarse a una diosa, hija del Sol, más digna de su amor.
Pero Glauco, no queriendo escuchar esta declaración, se marchó de allí.
Circe, llena de indignación, juró destruir a su rival y preparó un líquido venenoso que ella misma vertió en la fuente en que se bañaba Escila.
Apenas puso esta bella ninfa sus pies en el agua, se vio rodeada de monstruosas fieras que aullaban sin cesar; y por más que se esforzaba Escila en tratar de huir de ellas, las arrastraba consigo y se veía incapaz de hacerlo.
Enloquecida por los aullidos de los monstruos, se arrojó al mar, quedando convertida en una diosa maléfica, tormento de los navegantes.
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