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viernes, 14 de diciembre de 2007

BIZANCIO


En el año 657 a.C. un grupo de colonos procedentes de la ciudad griega de Megara alcanzaron las riberas del Bósforo y, dándose cuenta de su privilegiada situación geográfica, fundaron una ciudad a la que llamaron Bizancio, honrando así a Bizas, su mítico fundador y uno de sus reyes. Casi mil años más tarde, sobre los cimientos de esta antigua colonia griega -que había jugado un rol histórico secundario hasta entonces-, se funda la Nueva Roma, o Constantinopla, recordando a Constantino el Grande (305-337), su ilustre fundador, ciudad llamada a ser la capital de uno de los imperios más originales de la Historia y cuyo influjo se hizo sentir notablemente sobre las tres civilizaciones del Mediterráneo: la Cristiana Ortodoxa -que nombramos en primer lugar por ser heredera directa de Bizancio-, la Cristiana Occidental, y la Islámica. El Imperio Bizantino es una de las pocas formas políticas de su tipo con fecha de fundación precisa: el 11 de mayo del 330 d.C. Conocemos también con exactitud la fecha de su fin: 29 de mayo de 1453. Durante la mayor parte de esos 1123 años el Imperio Bizantino mantuvo su preeminencia como el "estado" más importante del Mediterráneo, llegando a configurar una identidad propia, una verdadera "nacionalidad bizantina", cuyos pilares eran una lengua común a todo el Imperio, el griego; una cultura propia que aglutinaba no sólo a griegos, sino también a armenios, anatolios, sirios y palestinos y, más tarde, eslavos; y,lo que proporcionó cohesión a este mundo, una religión común, el cristianismo, que adquiere características cada vez más distintivas frente al cristianismo católico occidental. Este mundo bizantino se presenta ante nuestros ojos como la maduración de la Civilización Grecorromana, pues supo añadir la unidad religiosa y cultural a la unidad política.

Los fundamentos de la Civilización Bizantina son:
a) Lo Helenístico, esto es, el helenismo parcialmente orientalizado, que se había extendido por gran parte del mundo Mediterráneo tras las conquistas de Alejandro Magno. Tan importante es este pasado que el cronista Miguel el Sirio (s. XII) dirá que el Imperio de Constantinopla, que para él comienza con el reinado de Tiberio a fines del siglo VI, es el Segundo Imperio griego, continuación del primero, identificado con los antiguos reinos helenísticos.
b) Lo Romano, ya que el Imperio de Bizancio es la continuación del Imperio Romano, y a éste debe gran parte de su organización política, administrativa, militar y financiera. Los bizantinos siempre se llamarán a sí mismos "romanos" -el término "heleno", hasta el siglo X, es sinónimo de "pagano"-, y el emperador será el "Basileus ton Romeion", es decir, "emperador de los romanos". Tales denominaciones se seguirán empleando aun en aquellas épocas en que el dominio del griego es total.
c) El Cristianismo, sin el cual es imposible comprender el espíritu bizantino. La religión se vivía entonces con una intensidad y un misticismo prácticamente incomprensibles actualmente, lo que explica muchos rasgos de la Civilización Bizantina que parecen chocantes hoy en día a una humanidad que ha confinado a un rincón marginal de su existencia la experiencia de lo sagrado. Bizancio, y esto constituye su genio, según Dionisios Zakythinós, supo llevar a cabo una síntesis entre lo helenístico, lo romano y lo cristiano; ello, por ejemplo, moderó las formas despóticas y absolutistas propias del Oriente. Este helenismo cristianizado se tornará cada vez más "bizantino". Lo cristiano estará siempre presente; en cuanto a los otros dos factores, predominará uno u otro según el período que se estudie. En esta oportunidad nos interesa detenernos en el ancestro helénico, para comprender por qué se puede hablar, con propiedad, de "Imperio Griego de Bizancio", de "Civilización Greco Bizantina", o de "Imperio griego Medieval".

En las etapas llamadas "Protobizantina" y de "Transición Latino-Griega", esto es, entre los siglos IV y VII, que marcan el fin del imperio Romano como tal y el comienzo del Imperio Bizantino, se da un proceso por el cual, de forma cada vez más acentuada, se abandona el ancestro romano para asumir una forma y un contenido cada vez más griegos. Ya la división del Imperio Romano en Occidente y Oriente, llevada a cabo por Teodosio I en 395, daba cuenta del reconocimiento de dos ámbitos culturales, uno latino y el otro griego, y desde esta época se estará frente a dos historias distintas y particulares. Mientras la Parte Occidental del Imperio sucumbe ante las acometidas bárbaras -ruralizándose, empobreciéndose y atomizándose-, la Parte Oriental logra sobrevivir -mérito suficiente para quedar en las páginas de la Historia- todo un milenio, conservando una rica vida urbana, una amplia circulación monetaria y un poder central vigoroso y consciente de su misión histórica: llevar a los pueblos bárbaros la luz de la Civilización Cristiana.
Justiniano (527-565), con justicia llamado "el Grande", es el "último" emperador romano y el "primero" del Imperio Bizantino. Fue bajo sus auspicios que se construyó la iglesia más grande, hasta entonces, de la cristiandad: la catedral de Hagia Sophia, dedicada a la Santa Sabiduría que debe iluminar al Imperio, y que hoy sigue en pie desafiando el paso de los siglos, testimonio inigualable del espíritu bizantino, verdadera joya arquitectónica y artística, decorada con hermosos mosaicos que aún conmueven interiormente a quien los contempla, y coronada con una majestuosa cúpula de treinta metros de diámetro que, al decir de los contemporáneos, parece estar suspendida en el aire. Los enviados del príncipe Vladimir de Kiev, en el año 988, nos legaron la siguiente impresión de la megalé eklesia (gran iglesia): "Los griegos nos condujeron a sus edificios donde honran a Dios, y no sabíamos si nos encontrábamos en el cielo o en la tierra, ya que en la tierra no hay tanto esplendor ni belleza y no sabemos cómo describirlo. Sólo sabemos que Dios habita allí entre los hombres y que su culto es más bello que las ceremonias de otras naciones. Nos será imposible olvidar tanta belleza".
Con Justiniano se cierra prácticamente el "ciclo latino" y triunfan las tendencias helenizantes. Por un lado, fiel a la tradición romana, se lanza a la aventura de reconquistar para el Imperio el Mediterráneo, empresa que no tuvo resultados duraderos y después de la cual Bizancio concentrará sus energías en el Oriente. Por otra parte, bajo su mandato se realiza una hercúlea labor de recopilación del Derecho Romano, el Corpus Iuris Civilis, en latín; sin embargo, es en su época cuando se comienza a legislar en griego, de más fácil comprensión puesto que era la lengua corriente en el Imperio. El patriotismo romano, así, cede ante el patriotismo griego, ya que es el griego, ahora, la "patrios foné", la lengua patria. El predominio de la lengua helénica en el oriente bizantino permitirá la comunicación fluida con el pasado helénico clásico y con la patrística cristiana que, como se aprecia en los escritos de San Basilio Magno o de Gregorio Nacianceno, se había nutrido del pensamiento filosófico griego. Efectivamente, la lógica aristotélica fue puesta al servicio del pensamiento teológico, convirtiéndose en la más estudiada por los teólogos bizantinos. Este contacto con el pasado clásico se mantendrá siempre en el Imperio, y puede decirse que el helenismo bizantino es a la Edad Media lo que el helenismo clásico es a la Antigüedad.
Se debe a Teodosio II (408-450), en 425, aunque existía ya una Escuela fundada por Constantino, la creación de la llamada "Universidad" de Constantinopla -en Occidente habrá que esperar siete siglos (!) para ver algo similar-, destinada a formar funcionarios idóneos para el Imperio; esta institución era, en palabras de Charles Diehl, "un admirable seminario de la cultura antigua". Rápidamente se impuso el griego como lengua de la enseñanza. Allí se realizaban estudios de gramática, retórica, dialéctica, derecho, filosofía, aritmética, música, geometría, medicina y física. Existían, además, otras Escuelas de Estudios Superiores en el Imperio, como las de Antioquía y Edessa, dedicadas especialmente a los estudios de teología; la de Beiruth, donde se estudiaba el derecho; las de Alejandría y Atenas, verdaderas capitales de la filosofía. Si bien esta última fue clausurada en el año 529 por un Decreto Imperial -a fin de terminar con la enseñanza pagana-, la filosofía griega continuó estudiándose en Bizancio, como algo propio y necesario, incluso por hombres de Iglesia. La importancia de la "Universidad" de Constantinopla queda de manifiesto al evocar la figura del armenio Mesrop (s.IV-V), quien aprendió el griego y la cultura helénica en sus aulas para después crear un alfabeto armenio que le permitiera traducir obras griegas a su lengua materna. La literatura armenia, pues, tiene su origen en esta institución de estudios superiores.
También en los niños la educación era esencialmente helénica. A los seis años se iniciaban los cursos de gramática griega leyendo y comentando a los clásicos; entre estos, se atribuía primerísima importancia a Homero, cuyos versos eran aprendidos de memoria. Miguel Psellós (s.XI), uno de los pensadores más importantes de la historia bizantina, se jactaba diciendo que a los catorce años podía recitar la Ilíada de memoria. A pesar de la distancia temporal, Homero sigue siendo "el educador de la Hélade", pues Bizancio es parte y continuación natural de ella. Pero, junto a Homero, no hay que olvidar la Biblia, también aprendida de memoria; en ella los cristianos encontraban enseñanzas morales, toda una filosofía de vida y, lo que explica algunos episodios decisivos de la Historia del Imperio, una respuesta trascendente frente a un mundo que en muchas ocasiones mostraba en forma dramática su caducidad. Es el espíritu cristiano -que se nutre de las Escrituras- el que esculpirá el ser histórico bizantino.
En esta primera época se destacan figuras de gran valor intelectual, como, por ejemplo, el neoplatónico Synésios de Cirene; el patriarca Juan Crisóstomo, destacado orador -su nombre significa "boca de oro"-, que escribe en un griego casi clásico; la emperatriz Athenais-Eudoxia, humanista y poeta, entre otros. Entre los últimos representantes de este brillante período no se puede dejar de nombrar al patriarca Sergio, en el siglo VII, quien estudió la historia y la filosofía antiguas estableciendo una relación de continuidad entre la época clásica y la suya. Todos ellos -y muchos otros- estudiaron las obras griegas antiguas, se preocuparon de escribir como sus antiguos maestros y, hecho de gran relevancia, comenzaron en Bizancio la labor de recopilación y copia de los manuscritos antiguos, conservando y difundiendo la herencia helénica.
Al finalizar este período, a principios del siglo VII, ya estamos frente a un Imperio griego y cristiano, hecho que quedó plasmado en el título imperial que adoptó en 629 el emperador Heraclio (610-641): "Basiléus Roméion Pistós en Christo", "Emperador de los Romanos fiel en Cristo". Podemos decir, recogiedo palabras de D. Zakythinós, que aún quedará parte de "la tradición romana, sí, pero enriquecida por la experiencia helenística, humanizada por la concepción griega de la dignidad humana y su noción del bien común, y temperada por el cristianismo".

Entre los siglos VII y IX se produce la llamada "Gran Brecha del Helenismo", abismo que separa dos paisajes históricos bien definidos. Es el fin de una era que, para los griegos, se remonta, sin interrupción, hasta la Antigüedad Clásica. En Grecia, durante dos siglos, entre 650 y 850, la vida se empobrece y la actividad intelectual parece detenerse. Unos graffitis de poco valor escritos en el Parthenón de Atenas constituyen la única fuente escrita del período. Es una verdadera "edad oscura", cuyos orígenes están relacionados con las invasiones ávaro-eslavas y búlgaras, que convulsionan la vida en los Balcanes. Pero también hay que buscar la explicación en un fenómeno más global: la crisis mediterránea, a escala "mundial", provocada por el ascenso del poderío musulmán. Pareciese que, en la misma Grecia, el helenismo ha declinado hasta la agonía. Bizancio, por su parte, no presenta un cuadro mucho más alentador: entre los siglos VII y VIII -aun cuando sabemos que, hacia el 680, Teodoro de Tarsos llega a Inglaterra portando manuscritos de varios autores griegos, entre ellos Homero, Flavio Josefo y Juan Crisóstomo, fundamento de un futuro despertar intelectual inglés- decaen notoriamente la instrucción pública y la actividad intelectual. El Imperio se enfrenta, en el occidente, a eslavos, ávaros y búlgaros, quienes se han adueñado de los Balcanes interrumpiendo de esta manera las comunicaciones con el Occidente Latino. En el oriente, Siria y Palestina, así como el norte de Africa, han caído en manos musulmanas. El Imperio queda reducido, prácticamente, al área tradicionalmente griega del Mediterráneo Oriental, lo que reforzará su caracter helénico.
A esta crisis exterior se suma otra interior, que conmocionó al Imperio por más de un siglo (726-843): la Querella de las Imágenes. La iconoclasia se nos presenta como la arremetida de las tendencias orientalizantes en contra no sólo del helenismo clásico y su aprecio por la belleza artística, sino también de una profunda convicción de los cristianos que ven en las imágenes (íconos) un medio para acercarse a lo Trascendente. En efecto, el arte bizantino no tiene como fin el mero goce estético, sensual, sino que debe producir una conmoción que eleve el alma hacia Dios: "per visibilia ad invisibilia", de los visible y corpóreo, hacia lo invisible e incorpóreo, decía el Pseudo Dionisio Areopagita. En la defensa de la veneración de los íconos los bizantinos se jugaban, pues, la Salvación de sus almas, y es ésto lo que explica la férrea disposición que manifestaron al defender sus creencias. El triunfo de los iconodulos, veneradores de imágenes, en 843 -la Fiesta de la Ortodoxia, verdadera efeméride nacional bizantina-, marca también el triunfo del helenismo cristianizado.

La "Gran Brecha" es un período crítico del cual Bizancio emergerá poderoso y revitalizado militar, política y culturalmente. Constantinopla es ahora una verdadera "reserva" del helenismo, y su población, totalmente griega, será ocupada en la repoblación de la reconquistada Grecia: en efecto, Bizancio salvó el helenismo incluso en la misma península balcánica, gracias aque había sabido apreciar y atesorar, conservándola vigente, la herencia griega. Es éste, sin duda, uno de los grandes aportes de la Civilización Bizantina a la Historia Universal.
Entre los años 850 y 1050 se vive en el Imperio un verdadero florecimiento intelectual -es el llamado "Renacimiento Macedonio"- en torno a los estudios clásicos. Un hito importante en este proceso lo constituye la reorganización de la Universidad de Constantinopla, obra del César Bardas, a mediados del siglo IX. En esta época se habla y se escribe en el Imperio un griego excelente, y en los siglos XI y XII en una forma muy próxima al clásico.
Sin duda que una de las figuras más destacadas de este período es la del patriarca Focio, tristemente célebre por el cisma eclesiástico que protagonizó. Su legado más importante lo constituye una obra conocida como la Biblioteca, selección y comentario de 279 obras, entre las cuales se cuentan autores griegos clásicos, helenísticos y cristianos. Focio prestó un gran servicio a la posteridad, ya que muchas obras de la Antigüedad las conocemos hoy sólo gracias a la preocupación del patriarca; hay que tener presente que tal repertorio bibliográfico es apenas un "botón de muestra" de los escritos conocidos y estudiados en la época. Otro libro de Focio, en el que demuestra su preocupación por la lengua helénica, es un diccionario etimológico, el Lexicon. Focio es, en verdad, el hombre que, después de la interrupción iconoclasta, supo ligar fuertemente y en forma definitiva a Bizancio con la Grecia clásica.
Al recordar a los grandes humanistas bizantinos, no se puede dejar de nombrar a Constantino VII Porphyrogénito, de mediados del siglo X, quien, si bien no fue un buen emperador, sí fue un intelectual de gran valor. Gracias a su obra Sobre las Ceremonias, conocemos en detalle el fastuoso ceremonial de la Corte de Constantinopla; en Sobre los Themas (provincias bizantinas) encontramos una excelente exposición y descripción de las provincias imperiales, involucrando geografía e historia; quizá su obra más relevante sea el De Administrando Imperio, dedicada a su hijo, un verdadero manual acerca de cómo debe dirigirse el Imperio, con una interesante descripción de sus pueblos vecinos y recomendaciones que el emperador debe seguir al entrar en relación con cada uno de ellos. Constantino VII se rodeó de una corte de sabios, destacándose como uno de los pocos casos de mecenas en la Edad Media.
Durante el siglo X se estudió con ahínco la filosofía aristotélica, platónica y neoplatónica. Del Oriente musulmán Abásida, donde en esta época se persigue a los cultores de la filosofía helénica, llegan a Constantinopla muchos sabios cargando con valiosos manuscritos, que se remontan a antiguas bibliotecas romanas, o que llegaron a Persia junto con la migración de maestros atenienses poco después de la clausura de la Escuela de Atenas. Esta verdadera migración de intelectuales que renuevan los estudios en Bizancio, es una prefiguración de lo que ocurrirá en Italia cuatro o cinco siglos más tarde. Bizancio ha logrado un equilibrio en esta época: se estudia el legado clásico y helenístico, utilizando términos y terminologías clásicas, pero ajustándolas a su atmósfera cristiana.

Aunque en crisis desde el siglo XI (podemos tomar como hitos el 1054, año del cisma religioso, o el 1071, el desastre bélico de Mantzikert, o los años que corren entre 1060 y 1090, cuando se produce la primera gran devaluación monetaria después de ocho siglos de estabilidad económica, hecho inédito en la Historia), y más profundamente desde el siglo XIII (cuando la Capital, en 1204, es ocupada y saqueada por los Cruzados, desmembrándose el Imperio), la actividad intelectual no se detiene: Ana Comnena y su Alexíada, el filósofo Manuel Psellós, o los tratados políticos de Nicéforo Blemmydes, dan buena cuenta de ello.
Finalmente, en los siglos XIII y XIV se vuelven a estudiar los autores clásicos y cristianos con renovado vigor, tal vez debido a que se tuvo conciencia del desastre que se aproximaba, de modo que se buscaba intensamente, frente a los tiempos adversos, un consuelo en aquel pasado esplendoroso, buscando allí las respuestas para las dramáticas interrogantes del momento. Sabios bizantinos de renombre, como Crisolaras o Gemistus Plethon, emigraron a Italia impulsando allí los estudios clásicos, primeros pasos del Renacimiento Occidental de los siglos XIV, XV y XVI, mientras que otros sabios griegos fueron acogidos en diversas cortes occidentales. No fue este el único servicio que el Imperio prestó a la Civilización Occidental: protegió a Europa, durante mil años, de las acometidas de las hordas bárbaras del Asia, dando tiempo al Occidente para organizarse. Bizancio, pues, defendió y civilizó en parte a la Civilización Cristiana occidental.
De esta época data también uno de los monumentos artísticos más impresionantes de Bizancio: la iglesia de San Salvador in Chora, verdadero relicario donde se guardaba el ícono milagroso de la Panagia Hodigitria, atribuido al apóstol san Lucas. Los mosaicos y pinturas de esta iglesia constituyen uno de los más egregios testimonios del arte bizantino, por la solidez conceptual de su programa iconográfico, su fino acabado artístico y la exposición clara de las tendencias clásicas del llamado "Renacimiento Paleólogo"; es uno de los más logrados y famosos monumentos de Constantinopla, y una de las galerías de arte más interesantes del mundo.
También el mundo musulmán recibió el legado bizantino. Ya hicimos notar que en 529 muchos intelectuales griegos emigraron a Persia, que poco más de un siglo después caería bajo dominio islámico. Avicena o Averroes, connotados estudiosos de la filosofía griega, especialmente de Aristóteles, deben a Bizancio el conocimiento de ella; este contacto con el mundo clásico llegará también a Occidente a través de la España musulmana. Los bizantinos estudiaron las matemáticas, pero su complicado e imperfecto sistema numérico no les permitió realizar grandes avances en dicha ciencia; los musulmanes recibieron esta herencia y la perfeccionaron magistralmente, pero no hay que olvidar que, en principio, recibieron este saber de manos bizantinas. Finalmente, recordemos que la arquitectura, religiosa o civil, del Oriente Islámico, fue en gran parte obra de arquitectos y artesanos bizantinos: de hecho, Bagdad, casi completa, fue levantada por éstos. Que los musulmanes hayan transitado desde una ruda cultura hasta una refinada civilización lo deben, en gran medida, al influjo bizantino.
La entrada de los eslavos en la Historia Universal es, también, obra de bizantinos, quienes los evangelizaron y civilizaron. Es durante la época de Focio cuando la expansión misionera de Bizancio se encuentra en su cúspide. En aquel tiempo, dos hermanos, Cirilo y Metodio, crean un alfabeto, el glagolítico -origen del actual alfabeto cirílico-, para traducir a la lengua eslava las Sagradas Escrituras. Serbios, búlgaros y rusos, principalmente, aunque también moravos e incluso croatas en un primer momento, recibirán el bautismo de manos de sacerdotes griegos, y cada uno de estos pueblos gozará de un privilegio que no existirá en Occidente hasta nuestro siglo: la liturgia en lengua vernácula. A la traducción de escritos religiosos siguió pronto la de obras profanas, integrándose las naciones eslavas a la cultura greco-bizantina. Los pueblos eslavos, así, deben a Bizancio, específicamente a Cirilo y Metodio -así como también a los desvelos del patriarca Focio y al apoyo del emperador Miguel III- su tradición literaria. Pero no sólo la religión y la literatura: recibieron de los bizantinos el Derecho, las formas de organización política, el pensamiento filosófico, la arquitectura y el arte. En resumen, Bizancio evangelizó y civilizó en forma completa y total a los pueblos eslavos, quienes, incluso, ampliaron el área de influencia bizantina: los búlgaros transmitieron este legado a los válacos -ancestros de los rumanos-, mientras que los rusos se lo enseñaron a los lituanos.

En 1453 circulaba una leyenda en Constantinopla: el último emperador se convertirá en una estatua de mármol que, por la Gracia de Dios, recobrará la vida cuando el mal haya pasado, para conducir a su pueblo, triunfalmente, ante el Juez Supremo. Sin poder salvar el Imperio, pues, se salva la imagen providencial del emperador. Esta fuerza mística va a ser rescatada por los pueblos herederos de Bizancio: los rusos formularán la doctrina de una verdadera translatio imperii, según la cual Moscú es la Tercera Roma, heredera legítima del Imperio Romano. Los griegos, por su parte, para quienes la historia de Bizancio es su propia historia, recordarán al Imperio en la época de su independencia, recuerdo que es admiración por el pasado y esperanza en el futuro.

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